Resulta revelador que un gobernante que no hizo el servicio militar, ni disfruta de experiencia alguna en asuntos bélicos, tenga una especial inclinación al uso de un vocabulario más propio de los enfrentamientos cruentos entre estados que en las relaciones diplomáticas. Donald Trump, tanto en sus mensajes electrónicos como en sus alocuciones televisivas, adora el uso de una terminología militar para ilustrar sus planes. Se relame con el vocablo “guerra” para calificar su programa gubernamental.
Curiosamente, casi como preludio de la sorpresiva y aparente tregua que puede ponerse en marcha con Corea del Norte, Trump ha hecho una declaración de guerra “urbi et orbi”. La primera salva ha sido el anuncio de la imposición de tarifas sobre las importaciones de acero y aluminio. Además, ha presumido de la calificación de que las guerras comerciales son buenas.
La alarma que ha generado esta decisión ha sido generalizada, con la amenaza de ampliar el terreno a otros productos, y las declaraciones de respuesta del resto del planeta oscilan entre la perplejidad y la puesta en marcha de unas medidas protectoras de sus socios comerciales, amigos y enemigos.
Aunque Trump inmediatamente ha anunciado que sus medidas perdonan a sus inmediatos vecinos, Canadá y México, ni Justin Trudeau ni Enrique Peña Nieto se fían en absoluto. Si la mutua reticencia a ambas orillas de río Grande (Bravo) es un aderezo permanente de la historia, la aparente lealtad entre Washington y Otawa sufre signos de interrogación que solo la permanentemente instalada cortesía apenas enmascara.
Trump ha conseguido que los mexicanos hayan traspasado a los canadienses la lamentación atribuida a Porfirio Díaz: “pobre México (Canadá), tan lejos de Dios y tan cerca de EE.UU.”. El tambaleo del Tratado de Libre Comercio alarmó a los dos socios de EE.UU., Canadá y México, y ni siquiera la promesa de entablar una mejora de condiciones borra la amenaza de su desaparición.