El presidente Donald Trump declaró la emergencia nacional en la frontera sur de Estados Unidos –donde no hay ninguna emergencia– para conseguir fondos para construir el muro que prometió a sus seguidores durante la campaña electoral de 2016. Es un ejemplo más de la persistente –y peligrosa– tensión entre la razón y la ideología en la formulación de políticas.
Las políticas con base empírica –cualesquiera sean sus limitaciones– siempre tienen mejores probabilidades de éxito que las motivadas por la ideología, porque permiten adaptarse a cambios en las condiciones y a datos nuevos. En cambio, las políticas nacidas de principios rígidos pueden estar totalmente desconectadas de la realidad.
La historia está llena de ejemplos de las consecuencias desastrosas de preferir la ideología a la realidad. Adolf Hitler no creyó que la evidencia científica fuera suficiente para el Volk alemán; Alemania tenía que conquistar un vasto Lebensraum, y para eso había que convertir mitos wagnerianos de supremacía teutónica en políticas de dominio imperial. Joseph Stalin, cabeza de otro régimen de base ideológica, venció a los nazis precisamente porque evitó los imperativos absolutos y basó sus objetivos bélicos en un frío y racional cálculo de interés.
En cuanto a Estados Unidos, Trump no es ni mucho menos el primer presidente que antepone la fe a la razón. Igual que él, George Bush (hijo) creyó que su presidencia era parte de un plan divino, e inició guerras en Afganistán e Irak como parte de lo que él mismo denominó una “cruzada”.
La estrategia de seguridad nacional (2002) de Bush estaba explícitamente basada en los principios, no en los intereses, de Estados Unidos; algo que el vicepresidente de Bush, Dick Cheney, se tomó muy a pecho: en 2003 rechazó la propuesta de un “gran acuerdo” con Irán –que hubiera puesto fin a su programa nuclear y a su subversiva política exterior– con el argumento de que Estados Unidos no iba a “negociar con el mal”.