“Madre Locura! Quiero ponerme tus caretas./ Quiero en tus cascabeles beber la incoherencia,/ y al son de las sonajas y de las panderetas/ frivolizar la vida con divina inconsciencia”. Arturo Borja.
La locura alcanza relevancia en el período medieval. Atrás quedan los flagelos de la lepra y los males venéreos que asolaron siglos a la humanidad. Los municipios expulsan a los locos de otras latitudes y recluyen a los suyos en casas especiales. Así, los locos inician su éxodo por el mundo. Algunos merodean por años su lugar de origen y retornan a ellos en círculos macabros, pero son nuevamente desterrados, como si fueran llegados de otras regiones.
Locura y pecado fusionados por la religión. En el Renacimiento, bajo la creencia del agua purificadora, se multiplicaron las naves de los locos. En medio del agua, las almas enfermas sanaban, pero la mayoría de viajantes morían condenados a ir a ninguna parte en medio de cárceles infinitas: mares y océanos.
“Hechos de miedo somos”
Cuenta la leyenda que hubo un mercader que cobraba por transportar leprosos. Sus herederos se dedicaron a trasladar a quienes sufrían enfermedades venéreas, y los de ellos lo hicieron con los locos. La fortuna que acumuló esta familia fue de tal magnitud que los de la última generación perdieron la razón. Fue un tiempo en que los locos capitanearon los navíos, extraviándolos hacia islas misteriosas, devolviéndolos en formas espectrales para que vengaran sus tragedias en sus ciudades.
¿El miedo es el álter ego del ser humano? Este nace y muere con él, y no hay nada a lo que se tenga más temor que al miedo mismo. En el caso de los locos, a sus presencias estrafalarias y porque había la creencia que su mal era contagioso. Furiosos algunos, inermes otros, extravagantes todos, provocaban miedo. Miedo, esa angustia que sentimos cuando ocurre algo malo o creemos que va a suceder. “Hechos de miedo somos”, dice Céline.
Durante el siglo XV (Michel Foucault, Historia de la locura en la época clásica), ciertas Cortes presentaban espectáculos con locos. Grupúsculos de dementes gesticulaban y danzaban para divertimento de reyes, reinas y sus séquitos. Estas representaciones dieron paso a las “fiestas de locos”, ceremoniales públicos en los cuales se alteraban integralmente las escalas sociales en una suerte de escapismo colectivo con recreaciones actuadas por niños, vagamundos y marginales cuerdos. A pesar de que el mundo medieval fue rígido, el loco tenía “influencia” en el entorno social.
Josefina Araos, en su estudio “La nave de los locos” de Sebastián Brant: un viaje de la humanidad hacia la locura (2010), examina La nave de los locos de Brant (1494), el libro más leído de su tiempo que abrió horizontes a escritores y artistas pintores. “Si hubiera alguien que despreciase la escritura –proclama Brant– o alguien que no supiera leer, verá bien en el dibujo su propia esencia y encontrará en él quién es, a quién se asemeja y qué le falta. El espejo de los necios llamo yo a eso, en que cada necio se reconoce”. Castigar y convertir a ricos y pobres, letrados e iletrados, prelados y mendicantes… fue la razón cardinal de Brant para escribir su libro.
Colección de diseños poéticos con personajes que simbolizan vicios y estulticia, cada viajero encarna un pecado, siempre velado por la necedad. Alberto Durero ilustra los capítulos del libro del exaltado moralista. Aclamado por reyes y realezas, este artista fundió el temperamento y las paridades renacentistas con la fascinación alemana del detallismo, y este, el detallismo, fue el fundamento de la serie más notable del Bosco, aquella en la que esplende La nave de los locos.
La nave de los locos: un barco empotrado en tierra, en cuyo mástil ríe emboscado el demonio, ríe por la grotesca e irrisoria tripulación que está bajo su férula. Flamea la luna que representa la locura. Un cráneo consumido de caballo cuelga del vacío, inusitado, absurdo. Curas, abadesas, bufones, músicos, ladrones, ebrios… la humanidad come insaciable hasta devolver los excesos. Bufan, jadean, gimen, gruñen de placer los personajes del barco. Sopla un viento de lujuria, codicia, gula, juego, hartazgo… Toda la desesperada aventura de vivir los excesos de la especie humana en el tercio de un retablo de formato tan pequeño como merecido, ¿para qué más?
“La demencia en el individuo es algo raro –dijo Nietzsche–; en los grupos, en los partidos, en los pueblos, en las épocas, es la regla”. ¿Existencialismo per se…? La verdad es que el pensamiento del filósofo seguirá repiqueteando en los oídos sordos de la especie humana hasta su consumación.
Y no es desatinado imaginar una “nave de los locos siglo XXI”, capitaneada por el expresidente fugitivo, ondeando la bandera de la traición a su patria, llevando como tripulación el séquito de necios que siguen vitoreando su prehistórico, desquiciado y poroso palabreo.