Memoria de un solitario

La apariencia de Carlos Vicente Andrade sugería un ser negligente, pero era un febril y creador nato que escribía y pintaba para no volverse loco. Pequeño, retraído, escurridizo, vivió y murió solo. Misántropo, miope, pulcro, vestía impecables camisas de cuello almidonado y corbatas de lazo, a pesar de sus penurias económicas. Jamás asistió a reuniones, detestaba el gregarismo. Se reía de sus escasos amigos, sin mover un músculo de su rostro mediante un nidal de áspides que llevaba dentro y que los lanzaba a puñados a sus contertulios que temblaban de estupor. Irascible, destructor de sí mismo y de la condición humana. “Todo aquel que vive estéticamente es un desesperado”, sentenció Kierkegaard. Inventor de sabores únicos, improntas precolombinas y poemas que rezuman padecimientos imposibles. No consta en ninguna antología, menos en textos de estudio y su obra de artista pintor se ha desvanecido. Ajeno a todos y a todo, iba de un lado a otro por el Quito de los sesenta, nadie supo nunca adónde.

La obra poética de Andrade está incendiada por una pulsión interior que a su vez abrasa al lector. Poesía garabateada por una urgencia existencial críptica, su fatalismo (contraseña esencial) obra el milagro de que a su autor se lo distinga como a un poeta genuino frente a los más, que gozan solo de talento. Imposible saber dónde pernoctaba Carlos Vicente, el momento menos pensado, salía de tal o cual lugar e iba a erigir su universo de eclipses en cualquier parte. La poesía de Andrade es la poesía del derrumbe del hombre frente al milagro de la vida. De un santo renegado de sus dogmas y fanatismos. De un ser que salta sin ver cada instante al vacío. “¡Oh muerte! Yo te cobijaré con mi sangre;/ duérmete en mí para que sueñes/ el horror que habrás vivido”.

Vida azarosa. Parábola existencial turbia y conmocionada. Vivió para enceldarse en su palabra y en su obra pictórica, de la cual solo queda un ruinoso catálogo que da cuenta de una exposición suya, junto a Guayasamín, Paredes, Tábara. Su parva creación pictórica es una de las más extrañas de su tiempo, explorador como fue del precolombinismo.

Hermético en su palabra, resolvió su producción visual en signos de nuestras culturas originarias. Asombro y terror de ser y estar en la vida. Enigmático que no perseguía el enigma. Taciturno. Fantasmal. ¿Importa si no tuvo partida de nacimiento ni de defunción? ¿Quién halló su osamenta roída por el espanto? Desde la penumbra del tiempo, se escucha su risa bronca para demolerlo todo, especialmente a Dios a quien culpaba de vivir. Carlos Vicente buscó siempre la muerte, acaso porque la muerte es separación, olvido, escisión definitiva de lo que fue. Renunciación a ser y estar en la vida. Quizás porque es la única verdad que ni los dioses ni los seres humanos han podido impugnar. Tal vez porque ella es nuestro único principio y nuestro único fin.

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