Era cerca del mediodía cuando entré en el arbolado parque aledaño a la catedral de Arezzo. Caminé por un sendero de tierra bajo la sombra de los pinos y cuyo grato olor flotaba en el aire. Viajero a la deriva, con un mapa en la mano, desconocía aún el rumbo que debían seguir mis pasos. Esperaba al doctor Lorenzo Zamoni, gentil amigo que conocí en Arezzo y quien ofreció llevarme al castillo del “Conti Guidi donde pervive el recuerdo de Galileo. Desde el alto campanario de la iglesia, un concierto de campanas anunció el ángelus. Nunca antes había escuchado tañido tan arrobador como el que se desprendió de esos bronces.
Al centro del parque se erguía un conjunto escultórico de mármol. La enhiesta figura del poeta Francisco Petrarca, esclarecido hijo de esa tierra, se alzaba entre la aglomeración de formas simbólicas. Arezzo, ciudad de añeja estirpe etrusca, conserva el trazo urbano medieval. Sus iglesias y mansiones guardan invalorables tesoros del arte renacentista. Recoleta y amable, Arezzo es ciudad para caminarla despacio; para admirar las terracotas de Andrea de la Robbia en Santa María de las Gracias; para detenerse ante los frescos de Piero della Francesca en la Basílica de San Francisco y de cuyas columnas absidales pende la Gran Cruz franciscana que data del siglo XIII, ícono de la espiritualidad de la orden de Asís. Ciudad, en fin, para andar, ver y hacer pausa en una de esas trattorías aledañas al pórtico de Giorgo Vasari, frente a la inclinada “Piaza grande”, una de las más bellas de Italia, y gustar de los sabores de su tradicional gastronomía.
Arezzo no exhibe grandezas arquitectónicas ni palacios mediceos como los que ostenta la aristocrática Florencia, su vecina. Eso sí, conserva el espíritu amable de la Toscana, guarda y exhibe un pasado rico y noble que engrandece la historia cultural de Italia. Emplazada entre valles y colinas, esta urbe está circundada por un paisaje ondulado y apacible que lo asocio a aquella idea del “prado ameno”, tópico literario de los poetas renacentistas y aún de pintores como Botticelli y Leonardo da Vinci quien no dudó en trasladar un rincón de la campiña aretina al retrato de la Gioconda. Si Florencia alardea ser la cuna de Leonardo, Arezzo no es menos grande al haber gestado a un gigante como Miguel Ángel Buonarroti.
Han pasado los días y aún me conmueve el recuerdo de aquellas campanas que por un momento me sumergieron en una experiencia espiritual. Lo mejor no está en la felicidad que no llega sino en el sereno instante que se vive. Después de cada viaje uno aprende que el mundo es diverso y ajeno sin dejar de ser el mismo ni dejar de ser nuestro. Después de cada viaje uno sabe que los nacionalismos no tienen cabida. Había llegado la hora y Lorenzo, al volante de su auto, me esperaba para llevarme a las afueras de la ciudad.